En el universo de esta novela en apariencia tan terrenal, existen dos fuerzas supremas e incontrolables que se desplazan en direcciones opuestas, anticipando una colisión imparable en cuyo resultado poco y nada habrán de importar las pujas, pugnas, rencillas, asesinatos, amores, traiciones y lealtades de los hombres que lo pueblan: una selva infranqueable que se aferra con tenacidad milenaria a las laderas y quebradas de la sierra, y un mar cálido e insondable que va inexorablemente subiendo de nivel, trepando las mismas montañas. Aquí no importan ni los dioses ni las voluntades de la gente. La vida es fugaz, absurda y efímera cuando sucede en el campo de batalla de los tiempos largos de la Naturaleza. En contraposición, los tiempos cortos de los hombres se asocian al provecho que pueda sacarse a todo aquello que se cruce en su camino. Bandidos que insisten en horadar el monte, habitar la sierra, taladrar la maraña, asesinar al otro, doblegar al sobreviviente, con la espuria convicción que “las cosas son como siempre han sido”.
